Marcel Schwob, periodista

DECADENCIAS

Schwob (1867-1905) fue un escritor refinado que, por lo mismo, aspiró a la belleza y a la sabiduría. En el corto tiempo en que la enfermedad le dejó libre –entre 1891 y 1896– escribió casi toda su obra varia, donde el cuento y el relato breve mezclan cierto decadentismo con una vasta erudición (a lo Borges) que inventaba y sabía muy bien tomarse verosímiles libertades.

Así nacieron esas obritas más que espléndidas que son El rey de la máscara de oro, El libro de Monelle –su lirificado amor por una chiquita de la calle– estilo que influyó a Gide, o las siempre releídas Vidas imaginarias. Aparte sus estudios sobre el argot y la germanía en Villon, autor del que llegó a ser gran especialista. Como –nada que ver– su amor a Stevenson, al que tradujo y con quien se carteó. Muerto el escocés y muy enfermo Schwob, viajó a los Mares del Sur para ver los lugares últimos donde vivió el autor de La isla del tesoro.

Es muy claro, no se puede amar la literatura de verdad, con sus mitos y laberintos, sin quedarse prendado de la magia verbal y la sabiduría de Marcel Schwob, que pasó sus últimos años entre la morfina y la actriz Marguerite Moreno, con la que se casó.

Los casi cofrades admiradores de Schwob tienen ahora un pequeño y delicioso nuevo regalo, sino lo leyeron en francés, el tomo selecto de sus Cartas parisinas, editado por KRK, cuidada editorial de Oviedo. La familia de nuestro autor tenía un periódico pequeño en Nantes, Le Phare de la Loire, donde desde 1891 hasta prácticamente el final de su vida, Schwob llevó una sección breve con ese título que hablaba de todo lo que sucedía en París desde el anarquismo político a la literatura.

Son textos en general breves y agudos que se publicaban sin firma, hasta que el profesor John Alden Green (que murió en el 2001) demostró sin lugar a dudas que todos esos articulitos –leemos una buena selección– son obra de Schwob. Por aquí aparecen naturalistas y simbolistas (Zola, Villiers, Pierre Loti, Robert de Montesquiou) hasta el singular Laurent Taihade, un refinado poeta anarquista, al que una bomba de los suyos hirió seriamente estando en un café. Todo bulle, ajustado, preciso, igual en la vida y en la literatura.

Naturalmente a Zola lo fustiga por mal gusto, pero no deja de hacer los sentidos obituarios de Stevenson (en 1894) o de su admirado Verlaine en 1896. Hasta habla del raro y rico esteta Jacques d’Adelsward-Fersen, escritor que hacía «misas rosas», con muchachitos, en su gran salón aristocrático...

Este tomo de Cartas parisinas, ameno y muy plural por la brevedad y variedad de los textos, es como un Marcel Schwob, puro Marcel Schwob, pero en píldoras. Uno lo puede ir degustando como se catan vinos. «Hoy no sabría hablarles de otra cosa que no sea la muerte de Paul Verlaine. Fue un grandísimo artista que vivió en la pobreza».

Pero también: «El señor Émile Zola ha emprendido una auténtica campaña en contra de los jóvenes». Un tesoro literario en perlas, pueden creerme.